sábado, 26 de noviembre de 2011

Superposición coherente

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El monje se encierra en su celda. Se arrodilla. Confiesa íntimamente sus pecados. Lleva días rumiando una decisión, una decisión importante, tal vez la más importante de su vida. Ha pensado en los pros y los contras. Dios y el diablo se reparten equitativamente el triunfo de una u otra opción sin que el monje sepa con exactitud qué elección corresponde a cada uno ni en qué manos acabará disponiendo su alma. Los muros de la celda son de piedra. El monje eligió la celda de castigo por voluntad propia, un tabuco sin ventanas a cuyas paredes ha quedado adosado el humo de cientos de velas que iluminaron la vigilia de tantos pecadores. El monje ha recorrido todas las posibilidades lógicas, ha convertido su decisión, no en un laberinto, sino en un árbol cuyas ramas se bifurcan hasta el infinito, ese árbol constituyendo en sí mismo una imagen consistente de la divinidad. Nadie puede sorprenderlo en su celda. Él mismo pidió la llave y cerró la puerta por dentro. Fuera quedaron sus años de estudio, su pasado y la exigua felicidad que consintieron sus días. Sus lecturas. Solo Dios puede ayudarle a tomar esa decisión, a decantar la balanza hacia el lado adecuado. Como el ojo de la cerradura taladrado en la puerta, debe existir, piensa el monje, un orificio en el éter a través del cual no solo la escena que él protagoniza sino el drama íntimo de su alma resulte visible. Una puerta que solo dios es capaz de abrir. El monje espera que Dios se asome a ese orificio y decante con su visión la incertidumbre que le corroe y lo desespera.

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La computación cuántica se basa en el hecho de que una partícula subatómica puede estar en dos estados simultáneamente (un fenómeno conocido como superposición coherente). Así un electrón puede estar en un estado 0 y 1 al mismo tiempo. De este modo ocho electrones podrán ofrecer dos elevado a ocho resultados distintos a un observador. La dificultad de la computación cuántica estriba en dos extremos. El primero de ellos consiste en introducir un input que inicie el proceso computacional. El segundo reside en aislar el sistema de modo que ninguna interferencia externa produzca el colapso y ofrezca de este modo un resultado distinto al pretendido por el observador. Dicho observador desempeña la función de un operador que certifica el output, un output dentro de un conjunto de posibilidades múltiples. En consecuencia, la computación cuántica dista de ofrecer un resultado -output- unívoco a un input, por lo que su aplicación se limitaría a casos en los que la computación serial resulta ineficiente. El objetivo de la computación cuántica es la identificación de posibilidades dentro de un conjunto múltiple, algo similar a lo que ocurre con el cerebro de los seres humanos. En el cerebro el pensamiento transcurre en paralelo a través de diversos circuitos neuronales. La decisión final (el colapso del sistema) se produce en todo caso por selección dentro de un conjunto amplísimo de posibilidades, atendiendo a criterios tales como la coherencia y la supervivencia del propio organismo.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El cielo de Pekín



El cielo de Pekín es la primera novela de Miguel Espigado. Hay un peligro evidente en toda primera novela, peligro que se ve acrecentado si esa primera novela viene de la mano de alguien que ejerce (aunque sea muy bien, como es el caso de Espigado) la crítica literaria. Y ese peligro es el de introducir en las pocas o muchas páginas de la novela lo –siempre mucho- que uno sabe sobre literatura, algo así como mamá, mira lo que hago, y eso. No es el caso. Desde ya les aseguro que Miguel Espigado ha sabido sortear esta Caribdis y que el lector no se ve abrumado por pirotecnias ni alardes injustificados, que cada línea de esta novela está sujeta al aliento que anima el conjunto. Un conjunto fragmentado necesariamente puesto que son varias las historias que corren paralelas aunque al final concurran, pero eso es lo de menos, la concurrencia, digo, pues igual nuestro universo es hiperbólico y las paralelas no solo no se encuentran sino que por un punto exterior a un personaje transcurren infinitos.

Aparecen en El cielo de Pekín personajes occidentales (un marine, un profesor de español…) y alguno chino (Li Zheng, Yiyang…), residentes todos en Pekín, la capital de un estado que es una especie de Leviatán capaz de devorar con igual avidez e indiferencia la intimidad y la democracia. Me recordó en ocasiones esta novela a Piongyang, la historia gráfica de Guy Delisle. Como en la obra de Delisle hay una mirada crítica occidental a un estado totalitario. Me parece más complejo sin embargo el trabajo de Espigado. Hay un retrato del shock cultural y del adoctrinamiento, pero también una diversidad de personajes que señalan salidas posibles –aunque sean desesperadas- a un ambiente opresivo y apocalíptico.

Miguel Espigado describe y escribe bien, muy bien de hecho, sin privarse de algo tan importante como es el sentido del humor y la poesía (una poesía hecha de imágenes bellas, la única que conozco). Podemos reconocer algún guiño a la obra de Agustín Fernández Mallo, no solo por la estructura fragmentada sino por alguna imagen que parece sacada directamente del autor de la saga Nocilla (“preguntándose dónde acababa la carne y dónde comenzaba el photoshop” –cito de memoria-). Pero no hablamos de un epígono, ni mucho menos. Espigado toma de aquí y allá lo que le interesa y sigue su camino, un camino singular que termina por no parecerse a nada salvo a sí mismo. Hay guiños cinematográficos, guiños al cómic, pero, como decían los sabios griegos, nada de ello en exceso. Me gustaron todas las historias, me divertí con casi todas. Creo que el personaje del artista Li Zheng tiene algo de memorable. No acabaré diciendo eso tan manido de que en esta novela encontramos a un autor en ciernes que augura futuras obras de mayor cuajo. El cielo de Pekín no necesita verse refrendada por una obra siguiente, aunque, visto lo visto, es muy posible que así ocurra.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El vigésimo séptimo libro

En literatura, cuanto más adule el escritor al lector con su pelo sucio, hirsuto, graso, aburrido y a raya, más querrá este leerlo, correrá a comprarlo por miles de ejemplares y lo repasará como un talismán de mediocridad fraternal. Houellebecq mismo me lo había explicado una vez:

-Si quieres tener lectores, ¡ponte a su nivel! Haz de ti un personaje tan plano, borroso, mediocre, feo y vergonzoso como ellos. Ese es el secreto, Marc-Édouard. Quieres elevar demasiado al lector sobre la tierra, transportarlo al cielo de tu loco amor por la vida y por los hombres. Eso les acompleja. Eso les humilla y por tanto te evitan, te rechazan, y acaban por despreciarte y odiarte.

Michel tenía razón. Un best seller siempre tiene razón.

Decir que vivíamos en el 103, calle de la Convención, Michel y yo… Cada uno en un piso, frente a frente. ¡Teníamos la misma dirección! Ha cambiado de nombre desde entonces. Si viviera todavía allí, Houllebecq viviría en “14, calle Oscar-Roty”. No se sabe apenas quién era Oscar Roty… En las monedas de un franco fue él quien grabó al sembrador con gesto elegante, vestido con traje de baile en los campos con el sol ocultándose. Si uno se acerca la moneda a los ojos, puede verse su firma: O. Roty. Guardo una de recuerdo. Es sin dudarlo con una moneda de Oscar Roty que el Destino ha jugado nuestra suerte: “cruz, es Michel quien tendrá éxito. Cara, es Marc-Édouard…” Nada ha cambiado aquí, Michel. El patio sigue siendo triste y gris, a veces beige. Con un poco más de vegetación y unas cuantas palomas menos. Desde mi casa miro tu ventana. Tu ex-ventana. Yo vivo en la primera planta, tú lo hacías en la quinta. Ya entonces me sobrepasabas. Una pareja ocupó tu apartamento, una pareja como esas que sueles detestar en tus libros. El balcón está vacío y la luz se apaga temprano, no como en tu época. Acuérdate, Michel, que eras el último en apagar la lámpara antes de dormir… ¿Cómo habría podido yo imaginar que todo lo que escribiera (miles de páginas) no serviría para nada y que tú, por la tarde, volviendo a casa, reflexionarías sobre una o dos frases para anotarlas el fin de semana siguiente, y que eso bastaría para hacer de ti “el mayor escritor contemporáneo”?

(Le Vingt-Septième Livre, Marc-Édouard Nabe, traducción de Javier Moreno)