jueves, 9 de septiembre de 2010

Veintidós pasos en el interior de la luz

Esto. Una cosa. Nada más sencillo. Bastarían unas pocas palabras. Como dedos tiene la mano. Adecuar el fondo a la forma. Hay cosas en la vida realmente insignificantes. Sucesos efímeros que se extinguen como el rayo. Se trata de separar el grano de la paja. El objetivo es minimizar el lenguaje que albergará un pensamiento. Que la precisión sea telos de aquello que pugna por expresarse. Lo superfluo como un vicio que aboca al pozo de lo errático. Al igual que la recta minimiza la distancia entre dos puntos del espacio. La frase ha de ser un acorde y su modelo una pulsación de armónicos. Si un hecho, una emoción o pensamiento son complejos, desgranarlos en sus componentes más simples. La estrategia a seguir es la de un oscilador más bien que la de un martillo. El mar es sabio, jamás optaría por golpear la tierra que lo circunda con una sola ola. De lo contrario corremos el peligro de desbordar el horizonte cuando no sabemos qué habrá del otro lado. Podemos, es cierto, amplificar o retraer la existencia y solazarnos con las texturas de las escalas superiores e inferiores. Pero una vez localizado el objetivo nada nos impide delimitarlo y ofrecerlo como improvisada diana a la flecha del lenguaje. La luz sin ningún dónde que aproxima el misterio de su origen a la retina ha de ser considerada nuestro maestro. Encender la luz, abrir los ojos a su destello fulgurante y, tras el deslumbramiento, atraparla para siempre tras la compuerta del párpado.

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